Bichito de bola

La angustia trepa por el ala izquierda de mi cerebro, ¿es allí donde habitan las emociones?, seguramente.

Quise verla, sacié mi curiosidad y no soy gato, ni he muerto, pero pequeñas dosis de angustia se arremolinan en torno a mis vísceras, las impregna de un malestar extraño que no sé bien cómo identificar...¿celos? ¿Inseguridad al cubo? ¿teorías del caos en mi cabeza hueca donde tan bien y tan a gusto habita el desastre?...no se, no lo sé.

Tengo todas las teorías de la vida escritas en cada una de las vueltas de mi cerebro, esas vueltas que lo hacen parecer cojincitos molluditos y blanditos, pero ninguna de ellas consigue que las lleve a la práctica con racionalida. 

Me puede la sinrazón de las emociones fluctuantes que acentúan mi angustia absurda y desequilibrada.

En ocasiones, parece que me guste retozar en el lodo, como lo hacen los cerdos, que me guste pringarme hasta las cejas de ese barro que, a fuerza de ensuciar, afea mi bonita sonrisa, me achica, me hace olvidar el abecedario, me deja afónica, apática, me empuja a acurrucarme como un bichito de bola negro que se escondía del mundo cada vez que avistaba el peligro, cualquier peligro.

Y nada tiene sentido, ni el motivo de mi angustia, ni mis procesiones intestinales en formato de Santa compaña, ni mi reflejo distorsionado en el espejo.

Acallo las voces que volaron sobre el nido del cuco y que emergen de no se qué traumatizado rincón de mi cerebro y me visto con el uniforme de la realidad que me circunda, con la de mis cuarenta y dos tacos, con la de la sonrisa que me doy cada mañana, con la de mis logros, mis virtudes, mis defectos, mis largas conversaciones mudas y le abro la puerta de la jaula al pájaro loco que habita en mí

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