Cavé una profunda tumba

Anoche huí de mi propia casa, como quien se fuga de su celda, solo que no tenía guardianes apostados en mi puerta, ni habían fusiles, ni subfusiles apuntándome desde torres vigía, ni ventanas indiscretas.

Corrí debajo de la tormenta desatada frente al Mediterráneo como orquesta perfecta para mi compungida cabeza.

Hundí mis pies en el barrizal que se estaba formando bajo la ladera del monte situado justo detrás de mi casa y como el más bruto de los legionarios en sus circuitos a vida o muerte luché contra barro, viento y agua azotando en mi cara para subir a la cima, allí, donde enraíza profunda y en quietud, la más hermosa encina de entre todas las encinas.

Llegué exhausta entre truenos y aguaceros, mezclando el torrente de mis lágrimas con la lluvia que empapaba mi cara.

Y cavé, cavé y cavé una profunda tumba en la que depositar mi amor por él, todavía latiendo fuerte y con contundencia. Lo arrojé al fondo, en el que ya se había formado un charco oscuro de fango y estrellas reflejadas, pues ya había escampado y el cielo raso y límpido parecía brillar en aquel momento, más que nunca.

Lloré, lloré y lloré hasta cubrir por completo el último trocito de carne latiendo y sin volverlo a mirar ni una sola vez más, comencé a llenar aquel agujero de agua, tierra y vivencias hasta no dejar ni un solo rastro visible de su existencia.

He llegado a casa con la luz del alba, mojada, derrotada, agotada. Me he lavado la cara, tomado un café y enfrentado a la vida con la barbilla levantada, mirándola de frente para hablarle de tú a tú y asegurarle como cada nuevo día una sonrisa sincera en mi cara.

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