Cuenta conmigo
Caminaba sin mirar hacia atrás, como lo hacían los cuatro niños sobre las vías del tren.
Yo también era niña y la ciudad me pareció enorme y aquella larga avenida, la prolongación de la película en la vuelta a casa.
Andaba por 1986 cuando se estrenó aquella película que me dejó una muesca imborrable en el corazón, por ser la primera película que me dejaron ir a ver sola a un cine de mi ciudad.
Andaba yo por mis 10 años y crucé la ciudad con otras niñas como yo, que sin saberlo andaban experimentando sensaciones de libertad y autonomía que cuatro años antes había narrado en una novela Stephen King y en las que se basaría la historia de este cuarteto de 12 años.
Este domingo, después de veintidós años, la volví a ver y parecía que los fotogramas hubieran quedado tatuados en las vueltas de mi cerebro y se superponían cual calcomanías sobre las imágenes originales.
Todas y cada una de las emociones que en aquel entonces me suscitaron volvieron a reunirse alrededor de esa hoguera, de esa vía, de esas aguas que yo recordaba movedizas, de aquella cabaña en el árbol y sobre todo en aquellos ojos abiertos en el cadáver de un niño de 12 años arrollado por un tren, el primer muerto de ficción al que pude mirar a los ojos, mi primera conversación seria con la muerte.
Me quedé con mis niños recostados en mis piernas y los ojos mirando al fondo negro de la pantalla en la que se iban sucediendo letras en blanco y de fondo me abducía como tantos años atrás la música que jamás olvidé de Stand by me.
De algún modo somos trocitos de historias vividas y aquella película, a su manera, ayudó a configurar una de esas historias, uno de esos trocitos de los que hoy estoy hecha.
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