Isla en movimiento

 He perdido la capacidad de enamorarme, porque un ejército de protectores de corazón, escudo en mano, se han erigido en señores de mi propia atalaya. 


No consigo alcanzar el sentimiento de pertenencia, en el sentido bello y amable de la palabra. Ese sentimiento de pertenencia, arraigo o apego que nos brota, como salientes de las raíces que, personas de nuestro bloque familiar, representan. Una madre, un padre, un hijo, un hermano, tu mejor amiga, tu perro, tu yaya que, aunque no esté, sigue estando.


No consigo dejarme ir, como haciendo el muerto sobre el agua del mar, balanceada por las olas hacia ese ser que te acompaña, te cuida, te quiere, te mima. 


Y cada día le beso, lo quiero, le abrazo, juego con él a hacernos cosquillas, desternillándonos de risa, pero cuando volteo la cara y sonrosada y feliz le sonrío mientras me sonríe, no consigo verle como tierra firme para mis pies. 


Me recuerda a una isla en movimiento y me da vértigo el mero hecho de pensar que ahí pueda tener mi casa, mi hogar y que si me aprendo la dirección, algún día, no se sabe cuándo, las coordenadas hayan cambiado y no consiga siquiera volver para recoger mis zapatos.


Me da pena haber perdido esa capacidad.


Hace poco leí que la fase de enamoramiento es aquella en la que, literalmente, enloquecemos y no somos capaces de ver los defectos del otro. 


Pues yo desde el minuto cero, mantuve los ojos abiertos. Ya no experimenté, como me sucedía en mis anteriores enamoramientos, esa corriente extrema que, cuál rio de aguas bravas, te lanzaba río abajo hacia dónde quiera que desembocara, hubieran piedras enormes, ramas de la hostia o el agua estuviera tito, tito y te castañearan los dientes.


Con mi pareja ya no me sucedió. 


Desde el minuto uno me mantuve en alerta, observando, analizando, cuestionándome lo que observaba y tomando decisiones muy conscientes. 

Cero del rastro de locura que tanta adrenalina nos descargaba. 


Y no es por los años que me coronan la testa. 


Hace siete años, cuando contaba yo con 41 añacos peinándome las canas, conocí a un cántabro que me volvió majareta. 


De nuevo, como en mi juventud, volví a sentir la adrenalina, la impulsividad tirando de mis bridas y cero jinete en la grupa.


Así que no puedo decir que fuera la edad la que había apostado ahí a mis protectores, escudo en mano.


Puede que fuera la enésima caída del caballo, con la consecuente hostia al caer, la que me llevara a construirme un ejército sin siquiera darme cuenta.


Y aunque me entrego por completo y me abandono a la felicidad del día a día, no consigo verlo como hogar definitivo y sigo viéndolo isla en movimiento.


Tal vez, si supero los años, acabe construyéndole cimientos a su isla, cuál plataforma petrolífera en medio del océano.

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