Hasta siempre Gato
¿A dónde ha volado esa fuerza energética, vivaz y cabezona que tanto te caracterizaba?
Creo que se ha quedado a vivir en nuestros recuerdos, cada vez que invoquemos tu imagen en el fondo de nuestra retina, ese lugar que solo nosotros podemos observar con los ojos abiertos o cerrados, estando, pero no estando.
¿A dónde han ido tus maullidos reclamando protagonismo, atención, espacio?
Intentaba adivinar en tu mirada fija algún atisbo de pensamiento gatuno y a veces te descubría y otras muchas más me desconcertabas.
Se que no fui buena contigo. Que no te quise lo suficiente. Que te quité muchas horas de mimos, calorcito y compañía porque no me gustaba que me clavaras sin tú quererlo, las uñas.
Me costó hacerme a tu domesticación no domesticada, a tu parte salvaje que, como buena felina, tenías.
Y ahora que ya no estás, de pronto se ha abierto en mi un hueco en el que habitabas, sin yo saber que existías también ahí dentro.
Miro la silla en la que te recogías al sol, ahora vacía y el hueco se ensancha y duele, como cuando vas a suspirar pero te falta el aire.
Poco a poco tus pelos irán desapareciendo de nuestras vidas, hasta que llegue el día, en que encontrar uno solo de ellos en alguna de nuestras prendas, será algo así como el más preciado de los tesoros, concentrado en una fina y penúltima hebra.
Anoche me quedé acariciándote en la cajita de madera con mantitas de franela en la que te acurrucaste para intentar sobrellevar el dolor. Te susurré que me perdonaras por no haberte sabido querer como te merecías. Me miraste y quise creer que mis caricias te aliviaban y que en un último impás de coincidir en esta vida, tal vez supiste entender que no alcanzara a comprenderte.
Me siento cruel por haber renegado de tus pelos, de tu gusto por decidir cuándo y con quién decidías aposentar tus patas, de tus vómitos imprevisibles en cualquier parte de la casa, de tu gusto por colarte en mi armario y dejarme los jerseys hechos un cristo.
Me siento cruel por no haber comprendido tu necesidad distinta de afecto, pero necesidad al cabo. Cruel por no entender que tú, a tu manera, amabas aunque no aceptaran tus diferencias, tu idiosincrasia, tu particularidad.
Cruel por no saber valorar ese recibimiento, sentada como las esculturas del antiguo Egipto, en el que los gatos representaban a la diosa Bastet, protectora del hogar y de la fertilidad.
17 años y medio arqueaban tu espalda, en una columna anciana que contaba lo que fue y ya dejó de ser.
Viviste con el mejor de los compañeros humanos y me quedo con la tranquilidad de saber que tu vida gatuna recibió afecto, calor, diversión, los mejores lugares de la casa para acomodarte, una gata sorda y rara como compañera de viaje, dos niños humanos y una perra y media (esta última media, porque tan solo hace un mes que llegó a casa y como cachorra no puede contar como una...).
Me despido de ti con un nudo marinero en la base de la garganta, ahí donde anidan las penas intensas que solo se transforman con eso llamado tiempo, que consigue que al evocarte ya no acudan más las lágrimas y una dulce sonrisa florezca en nuestra cara con tu recuerdo.
Hasta siempre Gato.
(Nuestra gata se llamaba Gato sustantivo singular, cosas de su compañero humano. Nosotros la llamamos siempre Gato).
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