Convertirme en antorcha humana

Es inevitable sentirse extraña, como contrariada, confusa, extraterrestre sobre esta superficie que yace bajo mis pies.

Intento ser fuerte, positiva, animosa, luchadora, insistente, persistente, corredora de fondo, budista, hinduísta y todos los gongs que quepan en mi cabeza para mantener la calma chicha y acallar a todas las voces que como perros rabiosos y contagiados de ira vienen a morderme las vueltas, valles y pliegues de mi cenizo cerebro.

Si el mundo supiera de mis fuegos internos, descargarían sobre mi todos los extintores que hubiesen sobre la faz de la tierra, con el temor inminente de que pudiera convertirme en antorcha humana y quemar a todo aquel inocente que anduviera cerca de mi.

He falsificado mi diploma de funambulista y como la temeraria impulsiva que siempre fui, me he lanzado a visualizar mis pies, superponiéndose uno delante del otro sobre la fina cuerda tensada. Y abajo el precipicio hijo puta me llama, se descojona, a ratos me habla en voz bajita para que me carcoma el cerebro intentando descifrar qué me quiso decir y me descentre en los pasos seguros y certeros que la tensa cuerda me reclama.

E intento convencerme a mi misma de qué algún día llegaré a la otra orilla, qué algún día estos pies que me soportan podrán relegar por fin la carga que les represento a la tierra firme y podré por fin dejar de oir al barranco, al precipicio, al vacío que hoy por hoy suena a ratos en mi dial de radio.

Me quedan muchos pasos por dar y no pienso claudicar, llegue o me despeñe por el camino.

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