Salvarme a mi misma
Un leve, pero persistente y continuo zumbido llega hasta a mí desde la corteza terrestre que ando pisando.
Mi mundo se desquebraja bajo mis pies de forma lenta, pausada, rítmica, sin permitirme siquiera las pausas que la naturaleza nos dio para dar vida, entre contracción y contracción.
A penas puedo respirar sin sentir un ahogo que me roba el aliento, que me resta la vida.
No quiero que implosione mi corazón con un sordo estruendo y que nadie, salvo yo, vuelva a ser testigo imprescindible de una profunda destrucción dentro de mi.
No quiero volver a construirme una vez más desde los cimientos, vuelta a empezar una y otra vez, una y otra vez.
Quisiera salvarme a mí misma de esa debacle en que se convierten mis restos, como tablas de un barco que flota a la deriva, en mil y un maderos, troncos y telas flotando sin rumbo, ni manos que consigan unir, todo ese ente abstracto en algo viable y parecido a lo que fue.
Pero me falta energía, cuentos con moraleja al oído y horas de sueño, mucho sueño que me restauren, suturen, desinfecten los millones de neuronas que afectadas, anden de luto con el pañuelico sobre la cabeza anudado bajo la barbilla, la camisa negra, las sayas y faldas largas grises y la vejez prematura tomándome el pelo de nuevo haciéndome creer finales que solo son comienzos.
Necesito asumir la vida como lo que es y dejarme de lamentaciones burdas y absurdas que solo ralentizan mi paso hasta hacerlo casi imperceptible.
Necesito avanzar, pese a todo, o con razón de todo y convencerme a mí misma que de ésto va la vida, de piezas de lego con las que nos vamos montando y desmontando a nosotros mismos y lo que nos circunda, aprendiendo a saber ser a ratos piezas de colores y a ratos en blanco y negro, sabiendo sacar nuestro lado más favorecedor con cada color.
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