1997 y no amanece
1997, de pie, con un pantalón vaquero de aquellos anchos, rectos, de cintura alta, que atravesábamos con un cinturón de aquellos con hebilla algo rockabilly. Camisa tejana oscura, abierta, sin abrochar y debajo una camiseta blanca con un dibujo tipo cómic y las letras de New York City sobre la ilustración. Su pelo liso, negro, a media melena, cae a los costados de su cara. El flequillo está domesticado y parece no entorpecerle nunca la mirada. Su forma de estar en el escenario transmite una gran timidez, un gran interrogante personificado, que parece preguntarse ¿y yo qué hago aquí?. Apenas mueve un poco las piernas, flexionando levemente las rodillas. No existe en su expresión corporal ningún atisbo de exaltación emotiva, esa euforia que se observa en la mayoría de cantantes sobre un escenario. Y cuando canta, cierra los ojos. Apaga su particular platea, los palcos y las gradas más altas, que casi con devoción, lo miran. Él no nació para interactuar con el público. Nació para can...