Metamorfosis

Ya no peleo contra mi destino y siento como si mi cuerpo se dejara abrazar por él sin hacerle más preguntas, ni dedicarle improperios, ni gritos, ni vete a la mierda, que tantas veces le he dedicado.

Ya no me escucho durante segundos, ni siento mi piel desnuda como un campo fértil al que no acude ni una mísera porción del sudor que pudiera hidratarla como desearía.

Tal vez he llegado a esa hamaca de cuerdas trenzadas que siempre colgó de ramas robustas a ramas robustas, acompañada de un paraje verde, azul o amarillo, bajo un cielo inmenso y un silencio que consigue relajar mi pulso al segundero del reloj viejo de cualquier cocina.

Presto mi vena para extraer de ella toda la calma chicha que pueda encontrarse y llenar con ella otras venas con sangre alterada, ofuscada, obsesionada, enlutada, enrabiada, con índices tan altos de cortisol que sus dueños o dueñas ya no sepan ni reconocerse en el espejo.

Mis retinas andan escrutando mucho más mis contornos, lo que me rodea, lo que me cobija, que ese mundo interior que ha hecho de mis entrañas pueblos, caminos y acantilados en los que tanto tiempo he vivido.

Debe de ser que sigo mi metamorfosis hacia un yo lo suficientemente autónomo como para ser feliz de la hostia consigo mismo.

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